Comentario
Uno de los primeros puentes entre Europa -léase París- y Estados Unidos lo tendió el director del Museo del Prado en diciembre de 1937. Picasso envió un mensaje telefónico a los participantes en el Segundo Congreso de Artistas Americanos, al que no pudo asistir personalmente. Al otro lado del Atlántico aquellos se sintieron por primera vez unidos a los europeos en contra del fascismo y en defensa de la cultura.Pero los síntomas, y las esperanzas, eran más numerosos. En 1939 C. Greenberg veía la posibilidad de que la vanguardia neoyorquina sustituyera a la de París, muerta definitivamente. Aunque esto no era tan claro para todos y Robert Motherwell escribía a William Baziotes en septiembre de 1944: "El futuro de América es desesperanzador. Para ti, lo mismo que para mí, sólo hay dos alternativas, irnos a Francia para siempre (que es lo que voy a hacer yo) o quedarnos aquí a que nos psicoanalicen".Por su parte Europa -léase París, de nuevo- no se resistía fácilmente a ceder el cetro a los americanos. Three Centuries of American Art (Tres siglos de Arte Americano), la primera exposición que se vio en la capital de Francia con artistas americanos modernos, no pudo tener peor acogida. Celebrada en el Jeu de Paume en el verano de 1938, los críticos fueron implacables con ella. La mayoría no se dignó mencionarla y los que lo hicieron fue para masacrarla: provincianos, jóvenes ingenuos, extravagantes, sin el refinamiento europeo, sin tradición cultural, sin originalidad, dependientes de la pintura de París... fueron algunos de los piropos que la crítica francesa dirigió a las obras americanas. París, pagado de sí mismo y de su tradición cultural y artística, fue incapaz de ver lo que allí se exponía.La misma arrogancia demuestra un año después, en 1939, la respuesta francesa a la pregunta neoyorquina ¿Cómo será el mundo mañana? título de una exposición organizada por los americanos para la Feria Mundial de Nueva York. Francia, a través de un alto jerarca, respondió: "El mundo del mañana será como el de ayer y el de hoy, en su mayor parte de inspiración francesa".Eran muchos años de reinado y el cambio no se presentaba fácil. Los marchantes de París, por ejemplo, se encargaban de que sus clientes norteamericanos no compraran obras de compatriotas, sino de europeos y, sobre todo, franceses. Así se daba la paradoja de que era más fácil vender un mal cuadro -o un cuadro falso- europeo que uno americano de calidad, como se quejaba Forbes Watson en "American Painting Today" (La pintura americana hoy), un artículo publicado en 1939. La situación venía de lejos.Ya desde los años sesenta del siglo XIX, los coleccionistas americanos iban a Europa a comprar sus cuadros, a París sobre todo, y Mariano Fortuny es un buen ejemplo de este tipo de comercio. Para un artista europeo era fácil encontrar un comprador americano, pero no lo era tanto para uno de su mismo país. Lo que decía París iba a misa en Estados Unidos y el dogma acabó convirtiéndose en algo opresivo.